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Cuando íntimamente se recuerda la niñez, entre el abanico de sensaciones que esta nos sugiere, sin lugar a duda aparece: "EL MIEDO". Aquel "ente desconocido e inexplicable" que nos hacía correr por los pasillos oscuros de casa o que nos obligaba a taparnos con la almohada cuando nuestra madre nos apagaba la luz.

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Sin embargo no han sido estos recuerdos los inspiradores de esta obra, sino la propia sensación adulta de miedo la que me ha obligado a ello. Por eso, lo he teñido de inocencia cuando lo he puesto en el alma de un niño; por eso, no existe crueldad en él, sino una simpática y entrañable obligación de supervivencia y buen hacer. Sin darme cuenta he hecho del "miedo" un personaje tierno, para que sea: la valentía, esa necesidad que nos obliga a defender a los seres queridos, el verdugo que lo doblegue y que lo transija con la paciencia que se le tiene a un niño mimado. Y lo he hecho así porque al fin y al cabo aunque no quiera aceptarlo, soy hijo de ese "miedo", como lo serán in-evitable-mente para su desgracia las generaciones venideras. Pero no importa, teñir al miedo de dulzura e inocencia ha sido algo muy gratificante que da por tanto una visión entrañable y hasta plástica de ese pasado y ese presente de la niñez urbana de nuestra generación. En honor a esa plasticidad, fruto inevitable de mi adaptación moral, os presento esta obra, de la que espero saquéis, vosotros los adultos, una gran parte de ingenuidad y apenas un regusto de amargura.